Organízate, céntrate, focalízate. Construye tu suerte.

¿Por qué? Porque las cosas que pasen dependerán de lo que tú hagas para que pasen. No pasarán porque sí, por azar o por suerte. Séneca decía que “la suerte es donde confluyen la preparación y la oportunidad”.
Si tú estás organizado, preparado, si has visualizado qué quieres y cómo lograrlo, la suerte consistirá en la capacidad, en la alerta en la que estarás para percibir mejor las oportunidades. Un ejemplo de esto sucede cuando una mujer está embarazada y a su alrededor sólo ve mujeres embarazadas, hasta llegar a pensar incluso que ha aumentado el número de embarazas en los últimos tiempos. No ha aumentado, pero su atención está focalizada.
Pues algo parecido nos sucede cuando sabemos qué queremos o hacia dónde vamos. Nos centramos y no nos dejamos despistar por otras muchas circunstancias.
Esta reflexión creemos que es bueno hacérnosla al comienzo de curso, porque es el momento de marcar nuestras metas y objetivos como orientadores. Prepararnos, concretarlos y comenzar a caminar. Si no perdemos de vista lo que queremos conseguir, parecerá que todo se pone a nuestro favor para lograrlo. Si no es así, pregúntate, ¿en qué me estoy despistando de mi objetivo? Luego podrán pasar muchas cosas, pero, de nuevo, todo dependerá de nosotros, de cómo queramos mirarlo e interpretarlo. Hay un cuento chino que lo expresa muy bien:
Un cálido día de verano, un precioso caballo salvaje, joven y fuerte, descendió de las montañas a buscar comida y bebida en la aldea. El caballo buscaba desesperado la comida y bebida con las que sobrevivir. Quiso el destino que el animal fuera a parar al establo de un anciano labrador, donde encontró la comida y la bebida deseadas. El hijo del anciano, al constatar que un magnífico ejemplar había entrado en su propiedad, decidió poner la madera en la puerta de la cuadra para impedir su salida. Era una gran suerte que ese bello y joven rocín salvaje fuera a parar a su establo. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron para felicitarle por tal regalo inesperado de la vida, el labrador les replicó: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Y no entendieron… Pero sucedió que, al día siguiente, el caballo ya saciado, al ser ágil y fuerte como pocos, logró saltar la valla de un brinco y regresó a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron para condolerse con él y lamentar su desgracia, éste les replicó: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”. Y volvieron a no entender… Una semana después, el joven y fuerte caballo regresó de las montañas trayendo consigo una caballada inmensa y llevándolos, uno a uno, a ese establo donde sabía que encontraría alimento y agua para todos los suyos. De repente, el anciano labrador se volvía rico de la manera más inesperada. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su extraordinaria buena suerte. Pero éste, de nuevo les respondió: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Pero al día siguiente, el hijo del labrador intentó domar precisamente al guía de todos los caballos salvajes. Si le domaba, ninguna yegua ni potro escaparían del establo. Cuando el joven lo montó para dominarlo, el animal se encabritó y lo pateó, el resultado fue la rotura de huesos de brazos, manos, pies y piernas del muchacho. Naturalmente, todo el mundo consideró aquello como una verdadera desgracia. No así el labrador, quien se limitó a decir: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”. Y es que, unas semanas más tarde, el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Pero cuando vieron al hijo del labrador en tan mal estado, le dejaron tranquilo, y siguieron su camino. El longevo sabio pensó: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”.
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